Fr. Óscar Gamboa, LC
“Vio Jesús un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas sin pastor” (Mc 6, 34)
“¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida” (Benedicto XVI, 24/04/2005)
El Evangelio de Marcos nos relata que cierto día Jesús se iba a retirar con sus discípulos a descansar después de unos días intensos de misión. Todo iba bien hasta ahí, pero justo cuando ya estaban todos en la barca, aparece en el horizonte una multitud que buscaba ansiosamente a Jesús. Me imagino perfectamente la cara de indignación de los apóstoles. Jesús, en cambio, lejos de hacerse el de la vista gorda, los mira con infinito amor y tiene compasión de ellos, pues los vio como ovejas sin pastor (Cf. Mc 6, 30-44).
“Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir” (Jr 20, 7)
La historia de cómo sentí el llamado de Dios no tiene nada de extraordinario; nunca se me apareció un ángel a decirme qué era lo que Dios quería de mí; nunca se me apagó una vela en señal de confirmación ni nada por el estilo. Simplemente fui descubriendo progresivamente en la oración y con la ayuda de un guía espiritual, que Dios tal vez me llamaba para una entrega única y exclusiva a Él y, en Él y por Él, a todos los demás. Llegué a esta conclusión reflexionando sobre mi vida, escuchando los anhelos más profundos de mi corazón, revisando a la luz de Dios mi historia y los talentos que el Señor me regaló. ¿Cuál fue el momento detonante de la pregunta sobre si Dios me quería como sacerdote?
Fue durante unas misiones de evangelización que realizamos algunos miembros de Juventud Misionera en Vélez, Santander, en 2001, el año en el que conocí a la Legión de Cristo. Durante la visita a las familias me conmovió la sed de Dios de tantas personas y cómo la presencia de los misioneros en medio de ellos significaba el modo en el que Dios quería tocar sus corazones, escucharlos, comprenderlos, abrazarlos, estar cerca de ellos en medio de sus éxitos y sus dificultades.
Durante las visitas a las casas íbamos invitando a las personas a acercarse al sacramento de la confesión, pues el sacerdote legionario que iba con nosotros iba a dedicar un día de las misiones a confesar desde de las ocho de la mañana. El día llegó y me impresionó la cantidad de personas que acudieron a confesarse. El padre comenzó a confesar y nosotros seguimos visitando las casas.
A mediodía, cuando los misioneros nos disponíamos a almorzar, nos dimos cuenta de que el padre no había llegado. Así que yo fui a la iglesia a buscarlo para que comiera junto con nosotros. Al entrar a la iglesia mi sorpresa fue muy grande, pues todavía había mucha gente esperando para confesarse y sólo estaba confesando en ese momento el sacerdote legionario. Me acerqué al él y le dije que si quería yo podía avisar a las personas que se suspendían las confesiones y que volvieran en otro momento. Pero el padre me dijo que él quería quedarse, pues esas personas habían venido hasta ahí para encontrarse con la misericordia de Dios, que le trajera un pan y una gaseosa y que él seguiría confesando y que comería en los breves instantes entre una confesión y otra.
Recuerdo que me quedé profundamente asombrado ante el ejemplo de ese sacerdote. Me pareció una actitud muy hermosa y vislumbré que ese hombre tenía una conciencia muy grande de lo que valía una sola alma. Y de vuelta al comedor crucé la capilla y miré el crucifijo de la iglesia y luego giré la cabeza y vi a la gente que esperaba la confesión. Entonces, como una cascada, surgieron en mi mente y en mi corazón los siguientes pensamientos: Ojalá hubiera más sacerdotes aquí confesando; si yo fuera sacerdote quisiera ser como ese padre que está confesando; ¿podría ser yo sacerdote?
Años después he regresado a ese momento de mi vida y lo he identificado con ese pasaje del Evangelio que comenté al inicio. De alguna manera, también vi que la mies era mucha y los obreros pocos y sentí en mi interior la inquietud de que Cristo, a través de mí, siguiera siendo el pastor para esas ovejas.
La alegría y la paz interior que experimenté en esas misiones, y en otras posteriores, me llevó a pensar que mi corazón había sido creado por Dios para eso. Hablé sobre estas inquietudes con mi director espiritual y poco a poco, en un proceso de discernimiento de un año y medio, la idea de que Dios me quería como sacerdote fue madurando en mi corazón.
Como parte de ese proceso de discernimiento estuvo la visita al Noviciado de la Legión de Cristo en Medellín. Me impactó mucho, desde el primer momento que llegué, el ambiente de alegría, la juventud de los novicios y me sentí como en casa. Unos meses después volví a otra convivencia, desconfiando de la emoción de toda primera experiencia, y corroboré que sentí y experimenté lo mismo. Así que decidí ingresar al candidatado que inició el 3 de diciembre de 2002.
“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 27, 1)
El tiempo de noviciado fue una gracia de Dios muy grande. Concluido este periodo hice mi profesión temporal de los votos. Después de unos meses me trasladé a España, en 2005, para continuar con mi formación y ahí vino el primer momento particularmente difícil. De repente me encontré con la realidad de estar a miles de kilómetros de mi familia, de mi querida tierra, y rodeado por personas de otros países y culturas. Caí en la cuenta de lo que efectivamente implicaba seguir a Cristo por este camino. Recuerdo que pensé que a lo mejor no sería capaz de vivir ese tipo de desarraigo. Y cuando mi corazón atravesaba esa tempestad de dudas, tuve un momento de oración delante del Santísimo, le abrí mis titubeos al Señor y ahí, en la capilla, comprendí que en este camino había alguien que era estable, mi roca (como lo llaman los salmos), que estaba conmigo en Colombia y que ahora estaba delante de mí en España y que me había prometido estar conmigo todos los días hasta el fin (cf. Mt 28, 20). No existen palabras suficientes para describir la paz que experimenté en ese momento. Lloré de alegría. Sentí que, de algún modo, mi corazón debía arraigarse en Cristo y sólo en Él. A partir de ahí he disfrutado muchísimo el conocer otras culturas, a personas de otros países, he anhelado más a mi propia tierra y he creado unos lazos afectivos muy profundos con mis seres queridos. Así que este fue un momento difícil pero sumamente maravilloso.
“No tengas miedo, pues yo estoy contigo” (Is 41, 10)
Ese mismo año, el Señor me regaló otra experiencia que me confirmó en mi camino. Durante el otoño salí con unos compañeros hacia un pueblo de la provincia salmantina. El párroco nos había pedido visitar las casas e invitar a las personas a una de las celebraciones parroquiales. De repente llegamos a una vivienda y tocamos, nadie nos abrió. Ya nos íbamos cuando salió a la puerta un hombre mayor: don Rodrigo. Nos vio, supo que veníamos «en nombre de Dios», bajó la mirada y se alejó de la puerta hacia el interior de su casa. Enseguida salió una mujer, su esposa. Nos saludó y nos invitó a entrar. Tan pronto lo hicimos, vimos que en un minúsculo cuarto a la izquierda de la sala principal, sentado sobre un sillón y con la cabeza gacha, estaba don Rodrigo. Lloraba. Su esposa se sentó a su lado e iniciamos la conversación.
Al inicio sólo dialogamos con la señora. Su esposo seguía con la cabeza inclinada y evidentemente abrumado por alguna pena. Después de algún tiempo el señor nos miró y nos dirigió una pregunta bastante seria: «¿Cómo es posible que Dios nos ame si se ha llevado a nuestro único hijo?» Y nos contó fugazmente que su hijo, un joven de veintitantos años, se había ido a trabajar a Madrid, limpiaba cristales, y un nefasto día cayó de un andamio y perdió la vida.
La pregunta me cortó la voz. Literalmente me quedé en blanco. Viendo a esas dos personas llorar, me acordé de Job, el personaje bíblico, quien en poco tiempo lo perdió todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parecía que Dios tenía hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Como yo no tenía respuesta alguna para brindarle a don Rodrigo sentí que debía acercarme a él, abrazarlo y acompañarlo en su dolor y en su duda. Y, en el momento del abrazo, se me ocurrió decirle: «No está solo. Este abrazo es de parte de Dios». Don Rodrigo me abrazó muy fuerte y siguió llorando.
Habiéndose tranquilizado un poco, nos contó que desde la muerte de su hijo, hacía quince años, se había enojado con Dios, había abandonado la relación con Él y ya no frecuentaba la iglesia. Estuvimos escuchándole un largo rato y luego nos fuimos de su casa.
El día siguiente al encuentro con don Rodrigo se celebró la Santa Misa en la parroquia del pueblo. Y allí, en medio de los asistentes, estaba él. Se había reconciliado con Dios en su corazón. Había descubierto en su interior que la muerte no tiene la última palabra, pues Cristo la venció definitivamente con su Resurrección. En ese instante también pensé que la respuesta al mal en el mundo también la deberíamos dar cada uno de nosotros, usando correctamente nuestra libertad, acompañando a quienes sufren, alegrando la vida de quienes se sienten tristes, acercándonos a los abandonados. En fin, transmitiendo a los demás el mensaje que Jesús compartió con el ser humano, esa certeza resistente, altamente contagiosa, que, si llega a arraigarse suficientemente en el corazón de cada uno de nosotros, puede cambiar el mundo: Dios es amor y nos ama de verdad.
“Señor, tú eres mi único bien; nada hay comparable a ti” (Sal 16)
Hoy, a pocos días de recibir la ordenación sacerdotal, y revisando los momentos de mi historia hasta aquí, confirmo que Dios es fiel y que nunca, nunca, nunca se deja ganar en generosidad. Soy muy feliz y estoy profundamente agradecido con todas las personas que el Señor ha puesto en mi camino, empezando por mi familia. La vocación no nace de la nada. Dios la siembra en el seno de una familia, ahí la cultiva y la hace germinar para el bien de todos.
Si estás leyendo esta historia y sientes que Dios te llama, te invito a escuchar en tu interior tus anhelos, y si corroboras que Él te invita a estar con Él y a ser enviado a predicar, ten el valor y el coraje de decirle que sí. “Señor, contigo voy hasta el final del mundo”. Cristo no quita nada y lo da absolutamente todo. Dar la vida por la salvación de una sola alma lo vale todo.
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